domingo, 29 de marzo de 2009

Porque me gusta correr, me gustó esta nota

Ana García Bergua

Algunas elucubraciones sobre el carácter y la vida de los pies

Nuestros pies recorren otras ciudades que no son las que ven los ojos: ciudades de piedras, de escalones, de charcos y basuras. Los pies han de leer la jerga confusa de los boletos de metro tirados en las calles, los envoltorios y los nacionales chicles, y orientarse en ella. Mientras caminamos, mientras oteamos fachadas y monumentos y semáforos, nuestros pies ejecutan su lucha silenciosa entre los adoquines, nos abren paso como si fuéramos torres, máquinas de guerra que no tienen más remedio que arrastrar.

Lo más normal sería que nuestros pies llevaran una vida aparte; quizá hablan con las ratas que asoman por las alcantarillas o siguen a los gatos que se escabullen por los callejones. Ven túneles, grietas, abismos, caminos de lodo que, de sólo imaginarlos, nos llenarían de espanto, pero a ellos les atraen aunque nosotros no quepamos en ellos: por eso a veces nos tropezamos o nos resbalamos cuando, inocentemente, decidimos ir a donde los pies nos lleven.

Quizá a nuestros pies, cuando caminamos junto a un río observando el atardecer, se les antoja un chapuzón y no lo dicen. También quisieran echarse a correr cuando debemos sentarnos a escuchar una conferencia, pero se aguantan por educación.

Las ciudades son disfraces del campo que nuestros pies pisan también disfrazados, pero la tierra y el pie desnudo saben que están ahí, y se reconocen y se atraen. Quizá unos pies humildes, franciscanos, aspiren a usar siempre huaraches y vivir ateridos y castigarse, contra el celo excesivo de un dueño que insista en ponerles calcetines o botas elegantes en invierno.

Tal vez nuestros pies aceptan calzar tacones para hacer lo mismo que nuestros ojos: ponerse por encima, otear el paisaje, habitar en lo alto y dejarle a otro el roce con el piso. Muchas veces les ocurre, sin embargo, que se marean y se caen, con nosotros encima. Lo mismo ocurre con los pies que se deslizan sobre los patines: son pies con coche o con trineo, pies pasajeros que se olvidan de ser pies.

Máxima que unos pies adoloridos dictan a los viajeros: nunca digas que has ido a donde te llevaron tus pies, ni los culpes de tus vagancias y extravagancias; si por ellos fuera, estarías en lugares muy distintos.

En un viaje solemos abusar de nuestros pies: recorremos distancias largas que nunca caminaríamos en nuestra ciudad, quizá porque pensamos que el suelo es más benévolo en aquella otra parte.

Quizá los pies de las personas hablan entre sí y tienen sus propios sobrentendidos; por eso a veces, cuando queremos acercarnos a otro no hacemos sino alejarnos. A veces nuestros pies raspan el piso con timidez cuando otros pies los ponen nerviosos, e incluso siguen a otros pies sin que nos demos cuenta.

Siempre he pensado que a los pies les divierte la ceremoniosidad de los bailes con pasitos.

Cuando corremos, un pie vuela y el otro lo impulsa, como dos niños en el subibaja.

Quizá nuestros pies son cada uno un ser distinto y odian llevar zapatos iguales, como aquellos gemelitos uniformados por unos padres amantes de la simetría y carentes de imaginación. Por eso a veces, cuando vamos a comprar zapatos, es común que uno de ellos nos apriete: es la manera del pie de decirnos que, en realidad, preferiría otro modelo completamente distinto, para lucirlo él solo.

Muchas veces nuestros pies reniegan y se avergüenzan de nosotros; por eso duelen estratégicamente las veces en que, calzada como princesa, una mujer pretende cazar al príncipe azul, o cuando un funcionario ostenta su rango reflejado en los zapatos relucientes.

En realidad no fue Cenicienta sino su pie el que, harto de sus melindres y sus quejas interminables, le aventó aquel zapato al príncipe para humillarla un poco y provocó aquel malentendido que todos conocemos.

El sueño de los pies –o quizá su vertiginosa pesadilla– debe ser andar en lo alto, ya no debajo sino encima de nosotros como crestas o penachos, ya no serviles y sobajados sino gráciles y volátiles como manos.

Los pies de los deportistas y los bailarines son pies articulados, libres, que al moverse parecen poner en marcha una maquinaria misteriosa. Sin embargo, al levantarse y quedar sostenidos en la punta, los pies de las bailarinas tienen algo de castigado, como esos perritos que caminan en el circo sobre dos patas.

Algunos pies tiemblan ante el solo pensamiento de que los lleven al pedicurista y no creen, por más que uno se lo repita, que es por su bien.

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